jueves, 12 de julio de 2012



Realidad de la formación juvenil en América
Introducción

“En un pueblito español había un párroco que se distinguía por su profesionalidad. Celoso en sus rezos, ayunos y abstinencias, lo era aún más en sus responsabilidades pastorales. Ni un niño sin bautizo, ni matrimonio sin sacramento, ni agonizante sin unión y recomendación del alma. Con el mismo celo perseguía y fustigaba a herejes y disidentes. Durante la guerra civil se distinguió por su caza de rojos. Para ellos no había perdón ni consideración. Los denunciaba en público y en privado, les negaba los sacramentos, los mandaba al coralillo”, lejos de toda sepultura cristiana. Con mucho sentido evangélico, la gente del lugar decía de este clérigo: “¡Qué buen cura y qué mal cristiano!”.

Como contraste, había en el mismo lugar un librepensador que se distinguía por su sentido de la caridad, de la justicia y la solidaridad. De él se llegó a decir: “sólo le falta creer en Dios para ser un buen cristiano”.

Quiero referirme a la formación Lo hago con temor, pero más con afecto. Sé que es un tema delicado. Pero si hablamos de comunión, también puedo aportar mi palabra. La pregunta radical sobre la formación es si está generando vida cristiana o no? La crisis más grave en la Iglesia es la profesionalización y descristianización de sus agentes de pastoral. Sería dramático que nuestros feligreses dijeran de sus sacerdotes o de sus laicas/os comprometidas/os: “qué buenos curas qué buenas gentes y qué malos cristianos”. Este comentario plantearía serios interrogantes: profesionales de la religión o creyentes? Observantes regulares o cumplidores del Evangelio? Élite eclesial o seguidores de Jesús? Grupos juveniles profesionales en dinámicas o, sobre todo, cristianos? Jóvenes comprometidas/os, jóvenes misioneras/os profundamente cristianas/os? Maestros, o testigos?

Ya desde el primer Congreso de Jóvenes, hablando de la formación se decía: “Los jóvenes tenemos clara conciencia de una formación crítica e integral a partir de nuestra realidad concreta por eso asumimos el proceso formativo como prioritario y exigente tanto para nosotros como para los asesores y acompañantes”. Me gusta cuando dicen “integral”.

Si hablamos de pastoral juvenil, hablamos de un proceso. La pastoral juvenil no es un dato hecho, terminado, definitivo. Además, son las/os jóvenes el sujeto responsable de este proceso. Los demás somos acompañantes. Nadie tan activo y dinámico en la Iglesia que al Juventud.

Permítanme que con un ejemplo un tanto clerical haga con ustedes una caminada imaginaria. Vámonos al capítulo 3 de Marcos (v.14) y veamos lo que hizo Jesús con sus Apóstoles. Allí se organiza el primer “seminario”. Dice: “llamó a los que Él quiso”. Estos vinieron donde Él. Es como pensar en un rector que abre matrículas. Ya hizo la selección. Ahora ellos vienen, alumnos, discípulos. Y añade: “Instituyó a los Doce, para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar”. Dos cosas acá para apuntar: 1. Los llama para que estén con Él. Y 2, los envía a predicar. Un “seminario” fuera de serie, inédito, pero el único válido por el Maestro, aún por los alumnos, y por la pedagogía y metodología allí implantadas. Todo bautizada/o está llamado a matricularse en este escuela del discipulado de Jesús. Esto no es de curas o monjas. Esto para todo el Pueblo de Dios.

Este “estar con” indica la experiencia fundante del seguimiento, es una relación que implica la existencia y el modo de vivir de los discípulos, “es presencia, compañía, afecto, intimidad hasta sentirse seducido, de tal manera que en el otro está el centro de la vida, la razón de lo que gusta o disgusta, de lo que se prefiere o se desecha, de lo que se hace o se deja de hacer” (J. M. Castillo).

Jesús lo que hace es organizar un grupo: los Doce. Este es un elemento importante en la formación: el grupo, la pequeña comunidad formativa, apostólica, misionera. Nadie es misionero solo, como nadie es cristiano solo y, como podemos afirmar, que no hay un  joven o una joven solos, sino en grupo. En este campo no hay “mamás de Tarzán”. Entonces, la formación es para estar con Jesús y en grupo. Y por último, es para salir a predicar, a dar testimonio, a anunciar. Qué es antes: “estar con Jesús” y luego “salir a predicar”? O a la inversa, se predica y luego se está con Él? O son momentos que se viven intensamente interrelacionados, profundamente unidos, como el uno alimentando, fortaleciendo al otro y viceversa? Cuánto tiempo dura todo esto?

Responder a estas pregunticas tan elementales nos resolvería ya toda esta conferencia. Jesús estuvo con los Apóstoles en el proceso formativo sólo tres años. Uno de Ellos le fracasó. Hoy gastamos ocho, diez, doce años según los procesos escogidos o mandados. El Laicado hace cursos, talleres, seminarios, simposios, congresos, encuentros, convivencias, etc.…No nos ponemos de acuerdo sobre la formación. De hecho cada año tenemos nuevas materias, un pensum cada día más agresivo, pesado, indigesto. Los métodos varían más. Los resultados son elocuentes: un vacío hondo, un “carrerismo” acentuado, una mediocridad palmaria. Nuestras Iglesias están frías, solitarias. Nuestra juventud apática. Algo sintomático, cruel. No quiero pensarlo de ustedes. Lo pienso de las Iglesias que los acogen.

Creo que nos ha estado fallando la formación. Es el grito, al menos, del Laicado. La cuestión “formación” es clave seria interpretativa de lo que está pasando hoy en la Iglesia.

Centralidad de Cristo en la formación

Asistimos hoy a un florecimiento espiritual, a un rejuvenecimiento eclesial por el interés progresivo y el conocimiento de la persona del Señor Jesucristo en las comunidades cristianas. Podríamos hablar de cierta novedad en este hecho. “Iglesia en América” exige a la comunidad eclesial el “encuentro con Jesucristo”, la “centralidad en Jesucristo” para su renovación (EAm 3 y 7.2). Es condición de vida o muerte.

En su Carta programática para el nuevo Milenio, el Santo Padre retoma el tema de la centralidad en Cristo cuando nos dice que “no tenemos que inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar, imitar, vivir, anunciar” (NMI 29.3, 56.2).

El Papa insiste en asumir en serio “la radicalidad evangélica” (NMI 51,2). Esta radicalidad se expresa en el seguimiento de Jesús. Matricularse en serio en el “Discipulado de Jesús”. Hasta llegar a la estatura en la madurez de nuestras personas por la transparencia en Jesucristo.

Hay dos elementos más que apuntan a la centralidad de nuestra vida en Cristo: la comunión y el amor. Todo el proyecto de Jesús se centra en la conformación de un pequeño grupo, la pequeña comunidad apostólica: “los llamó para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar (Mc3,13-14)”. Aquí están los tres elementos que constituyen la identidad del Apóstol: la vocación, la comunidad, la misión. La fuerza transformadora de esta escuela: es el amor.

Sobre este trípode: vocación, comunión, misión se realiza la formación del apóstol, llámese sacerdote, religioso, religiosa, laica o laico comprometido, joven, Infancia misionera. Y todo esto con una fuerza centrípeta, aglutinadora, transformante, apasionante: Jesucristo.

Todo proceso formativo nos dará como resultado un producto nuevo: hombres y mujeres convertidos radicalmente a Jesucristo, enamorados profundamente de Él, vivido y asimilado en comunión y suficientemente preparados para contagiar al mundo de su Evangelio.

Formación para la comunión

Todo proceso formativo apunta a la comunión como su hábitat, como su meta. Si no hay una experiencia comunional, cómo vamos a ser agentes, promotores, testigos de comunión? La diócesis debe ser el sacramento de la comunión y, dígase lo mismo para todo movimiento laical o congregación religiosa, para todo grupo juvenil, es la comunión la que debe animar a los formandos y formadores en toda su caminada del discipulado. Esto es válido no sólo para la formación inicial, sino también para la permanente.

Cómo vamos a celebrar, más aún, vivir los sacramentos sino es desde una comunión vivida, testimoniada, experimentada ya desde la formación? Y cómo podíamos atrevernos a presidir una celebración si no estamos en comunión con la Asamblea?

Si no vivimos la comunión, nos negamos a convertirnos a Jesús y a su Proyecto. No hay conversión a Jesús si no hay conversión a la comunidad. Nuestros grupos juveniles deben ser centro de comunión con otros grupos juveniles, con las demás comunidades diocesanas, con las familias, con las parroquias. Esta comunión abre también al amor universal. No podemos constituirnos en invernaderos. Nuestra comunión es con la misión universal.

“La juventud es el período de la comunión, nos dice Juan Pablo II. Los jóvenes, sean chicos o chicas, saben que tienen que vivir para los demás y con los demás., saben que su vida tiene sentido en la medida en que se hace don gratuito para el prójimo”.

Centralidad de la misión en la formación

La misión, dice el Vaticano II, revela al hombre y a la mujer su verdadera condición. La misión es una nueva manera de ser hombre, de ser mujer. La Misión envuelve la totalidad del ser humano. Ella es una condición humana. La misión es movimiento, acción, construcción del Reino como Proyecto de Jesús.




Proyecto: Reino!

 La Palabra de Dios nos habla de un nacimiento como exigencia para participar de este proyecto. Nos habla de unas características: el servicio, la solidaridad, la fraternidad, la libertad, la justicia, el pobre como opción. Un mandamiento: el Amor. Y unas metas: “cielo nuevo, tierra nueva”. Sólo hay una condición: “que sean Uno” para que los otros acepten el proyecto, la propuesta.

Cómo lograr el sujeto capaz, responsable de semejante tarea? Cómo hizo el mismo Jesús para capacitar, formar a sus discípulos para encomendarles este desafío? El Evangelio nos cuenta detalles de cómo los iba puliendo: les hablaba del Padre, cómo se relacionaba con Él, del Reino, atendía a los pobres, curaba los enfermos, les enseñaba con su ejemplo, les trataba como amigos, les corregía sus defectos…los enviaba.

Hoy la pastoral juvenil se dice que es integral en su proceso formativo: habla de cuatro niveles: lo humano, lo académico, lo pastoral, lo espiritual (cf PDV 59). Nadie niega que esto sea válido. El problema está en cómo realizar el proceso formativo. Se hacen gigantescos esfuerzos para capacitar a los asesores y acompañantes en centros superiores con óptimos resultados. Hay avances notorios en la pastoral juvenil. Pero se detectan vacíos, fallas. El resultado en muchos casos es deficiente. Las decepciones se multiplican. Hay frustraciones.

Arriesgo un diagnóstico. La formación se levanta sobre un trípode: la teología, la pastoral, la espiritualidad. Esto no excluye el aporte de la filosofía y de las otras ciencias, sobre todo, las sociales y técnicas que estudian nuestras/os jóvenes. Son presupuestos necesarios.

El criterio teológico es fundamental. No hay vida de Iglesia sin Teología. Toda pastoral tiene su teología y toda teología tiene su pastoral. Pero esta teología y esta pastoral tienen que estar dinamizadas, movidas, impregnadas por una espiritualidad.

Hay maestros de teología que la enseñan con lujo de competencia. Lo mismo hacen los pastoralistas. También contamos con el maestro de la espiritualidad. La pregunta concreta es ésta: Qué relación hay entre lo que enseña cada uno de ellos? El pastoralista no sabe lo que está enseñando el teólogo y viceversa. El Padre espiritual tampoco sabe qué tratados, qué principios se están enseñando tanto en teología como en pastoral. La espiritualidad va generalmente en otra dirección y con otros elementos. Es una formación de bloques aislados, inconexos, incomunicados e incomunicables. Pueden no estar generando vida.

El resultado podemos constatarlo con cierta facilidad. Las/os jóvenes se encuentra ante un mundo difícil, por no decir, extremadamente difícil. El ambiente hoy está enrarecido. Cómo enfrentarlo con los elementos teológicos, pastorales y espirituales con los que va proveyendo nuestra formación? La teología puede resultarle elevada y no le da elementos para responder a los desafíos de la pastoral. Su formación pastoral no responde al momento y circunstancias que vive y no alimenta su espiritualidad que le resulta descarnada. Se va quedando vacía/o, sin soportes, sin un elemento de dónde echar mano. Se requiere mucha madurez para superar esta crisis.

Al diagnóstico que resultaba un tanto reservado, propongo una respuesta. Debe haber un elemento que aglutine, amarre, unifique, anime y fortalezca el trípode clave de la formación: teología, pastoral, espiritualidad. Este elemento es uno, único: la MISIÓN. Toda teología es misión: Dios es misión, la Iglesia es misión, los sacramentos son misión. Toda la pastoral es Misión: la vida de la Iglesia es misión. Toda espiritualidad se define por la misión, pues toda espiritualidad es seguimiento de Jesús y Jesús es Misión. Tú también eres Misión.

El componente misionero entronca en el centro de la fe y potencia y dinamiza la teología y la pastoral en su conjunto, generando una manera nueva de ser, dando un sabor nuevo, una energía vitalizadora, nueva que es la espiritualidad misionera. Sólo con y desde la Misión podremos superar el dualismos: “estar con” y “salir”. Los dos ya son una misma realidad,, la identidad total del evangelizador, o evangelizadora, del misionero y misionera.

La experiencia misionera aporta datos imprescindibles a la teología y a la pastoral para el fortalecimiento de la esencialidad de la comunión en la Iglesia. La misión es para la comunión. Esto debe generar procesos dinámicos desde la misma formación en la práctica de una vida comunional en la formación humana, teológica, pastoral y espiritual. La misión es la fuente subterránea que da vida y alimenta este proceso.

Entonces el resultado de la formación será el capacitar a los agentes de pastoral como ministros de comunión, con visión universal de Iglesia, enamorados profundamente de Jesucristo, con “corazón planetario”, con identidad evangélica, abiertos a la problemática mundial, comprometidos con los más pobres, fieles a la Iglesia, protagonistas de la historia.

Espiritualidad de la comunión

Sobre la espiritualidad, en el primer Congreso de Jóvenes ya se advertía sobre una dificultad: “La falta de claridad sobre lo que es la espiritualidad, que contribuye a que esta sea superficial y sentimentalista llevando a una separación entre la fe y la vida; el medio ambiente materialista, la Iglesia sacramentalista, la falta de raíces de fe en la familia y la falta de formación unida a la ausencia de asesores y animadores”. Como se ve hay un vacío de comunión y un vacío de compromiso.

El encuentro con Jesucristo, su seguimiento, asumido con radicalidad, es la primera exigencia de nuestra formación, de todo el proceso formativo. Este encuentro nos llevará a la renovación de nuestra vida juvenil, eclesial que tendrá como consecuencia la comunión.

Esta espiritualidad de la comunión desde esta óptica de la formación, debe ser según el Papa, la “capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo Místico y, por tanto, como ‘uno que me pertenece’, para saber compartir sus alegrías y sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad” (NMI 43.2). Pastoral juvenil donde seamos hermanos y hermanas de verdad, donde lo primero sea el hermano o la hermana. Amigos y amigas con fidelidad hasta la muerte, que sepan estallar de alegría y contagiarla.

Una espiritualidad que supere la “tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad, ni con la lógica de la Encarnación y, en definitiva, con la misma tensión escatológica del cristianismo (NMI 52.3). Esta espiritualidad nos llevará a una “nueva imaginación de la caridad” (NMI 50) y a darle nuevas razones a nuestra fidelidad.

Esta espiritualidad nos ayudará a superar y a rechazar “las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias” (NMI 43.2). No podemos menos de mirar con dolor cierto arribismo que se da hoy en la formación. Una verdadera espiritualidad de comunión superaría todos estos vicios y vacíos.

Cuando Dios llama confía una misión, pide algo; da mucho más de lo que podemos imaginar. ¿Qué le pide Dios a esta generación? Lo que Dios nos pide es el corazón. Allí se fragua la comunión.

Y finalmente, esta espiritualidad nos abre a la misión universal. Nuestra conciencia pastoral se manifiesta en el sentido de comunión y coparticipación entre los diversos grupos apostólicos, nuestras parroquias y las Iglesias particulares en las cuales vivimos y a las cuales pertenecemos, en las cuales y de las cuales se edifica la Iglesia universal. “Una Iglesia particular se vuelve estéril si no se da a las demás Iglesias hermanas”. Tenemos que corregir a tiempo este peligro de esterilidad eclesial que puede afectar nuestros grupos. Esto supone que debemos estar preparados a ser enviados a las Iglesias más necesitadas en el campo de la Evangelización (cf.CH D 6; PO 10).

Conclusión

La propuesta que la juventud misionera tiene que hacerle a sus Iglesias particulares y en ellas, a la Iglesia universal, tiene que mirar y comprender la realidad, tiene que tener claridad sobre el mensaje que quiere transmitir. Este mensaje es eterno, pero es también, siempre nuevo, va en odres nuevos que son ustedes y se va adaptando y reactualizando en el encuentro con las realidades que ustedes viven y evangelizan.

La gran responsabilidad de ustedes es presentarnos un Cristo Vivo y hacerlo de una manera atractiva y motivante. Para ello hay que conocerlo (teología), darlo a los demás (pastoral), vivirlo ( espiritualidad) y como un amare de todo esto, la síntesis, AMARLO.

“Nos cuenta una antigua leyenda hindú que en un tiempo todos los hombres que vivían sobre la tierra eran dioses, pero como el hombre pecó tanto, Brahma, el dios supremo, decidió castigarlo privándolo del aliento divino que había en su interior y escondiéndolo en donde jamás pudiera encontrarlo nuevamente para el mal.

Reunido el consejo supremo de los dioses y según éstos iban presentando sugerencias, fue respondiendo Brahma: “No esconderemos el alo divino en lo profundo del la tierra, porque el hombre cavará y lo encontrará” . “Tampoco lo sumergiremos en el fondo del océano, porque el hombre aprenderá a sumergirse y también allí lo encontrará”. “No lo esconderemos en la montaña más alta, porque un día el hombre subirá a todas las montañas de la tierra y capturará de nuevo su aliento divino”.

Y dijo Brahma: “Escondedlo dentro del él mismo; jamás pensará en buscarlo allí”.

Y así lo hicieron. Oculto en el interior de cada ser humano hay un alo divino. Y desde entonces el hombre ha recorrido la tierra, ha bajado a los océanos, ha subido a las montañas buscando esa cualidad que lo hace semejante a Dios y que en todo el tiempo ha llevado en su interior”. (W.H. Danfort).

El cristianismo no es una serie de normas: ¡Es un aliento, un fuego! Es ese “Alo” divino. Como escribe Pasternak en una de sus novelas: es ahí donde la vida alcanza “su grado más alto de intensidad”.






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